Con la ciudad amanecida y llena de olor a río, flores rosadas, turquesas y celestes; aires de primavera, de esperanza, de lapachos, jacarandaes, palos borrachos, Clara Menéndez despertaba a la efímera felicidad del domingo, preludio de otros cinco días de rigor; abría y entrecerraba los ojos, contenta, feliz, desde hacía tiempo no dormía sin interrupciones. Las sábanas blancas parecían dispuestas a arrugarse aún más en las nuevas formas que su dueña parecía sugerir; su alegría, sus impulsos, amanecían renovados, llenos de vida, y sus expresiones y pensamientos así lo confirmaban. En tanto su pareja, Martín Acosta, padre de uno de sus dos hijos, mantenía su respiración pausada, rítmica, regular; ella hubiese querido besarle los labios, pero de él apenas veía el cuello, la espalda, el brazo y un hombro. Clara le tomó la mano durante unos segundos; luego cerró los ojos y volvió a dormir.
Pasó una hora, quizá dos, se levantaron los dos hijos, y los padres al fin reunieron el coraje que se necesita para abrir los ojos. Martín fue a comprar el diario, Clara ya calentaba el agua, preparaba los saquitos de té, el azúcar, las tostadas, la mermelada. Comenzaban los días benignos que suele regalar la primavera, y la vida de Clara era un idilio de lo cotidiano, de lo familiar; ya había quedado, en lo más profundo que permitía la memoria, el embarazo a sus veinte años, el abandono del padre de su primer hijo, la interminable soledad, la desolación, la amargura. Ahora, ya casi a sus treinta años, ya había aprendido de sobra lo que significaba ser una mujer. En Martín había encontrado respeto, compañía, amor, seguridad, y así, de a poco, se ordenaba el caos de su vida, se alejaban las noches sin dormir para aplacar el llanto de su hijo, la frustración de no poder volver atrás, de haber resignado sus mejores años, su juventud, sus sueños de una carrera, de conocer otros países, otras culturas. Ese domingo Clara vería a Inés, con quien, a pesar de haber tenido vidas distintas, aún cuidaban el afecto, el cariño, el cuidado mutuo.
Se conocían de la infancia, de los juegos comunes, de los extensos horarios escolares; habían compartido también la adolescencia, las fiestas de colegio, de quince, de egresados, las noches sin dormir, los días infinitos, las ojeras, los veinte años y la facultad, hasta que luego, al fin, las vidas entrelazadas de una y otra les demandó a ambas una elección irreversible entre la vida y la libertad: Inés, liberada ya de su embarazo, terminó su licenciatura en historia, no interrumpió las salidas por Buenos Aires, las fiestas, los bares y boliches; tampoco se privó de viajar por América y Europa, de tener algún empleo trabajo esporádico, de visitar a sus amigas y conocer, más y mejor, al otro sexo. Vivía en el ansia de de vivir, de divertirse, de disfrutar; sin embargo, cada tanto, cuando pensaba en su amiga, la llenaba una extraña sensación, de sentimientos encontrados, un remordimiento cautivo, más la compasión, la admiración y el respeto.
El sol tenue de la mañana daba paso a un sol inclemente de mediodía, la piel de Inés, de Clara, de Martín y de los dos chicos conservaba la blancura del invierno, reaccionaba rojiza ante el gran baño de luz que proyectaba, generosa, la primavera. Por momentos, en contacto con el aire, el sol, el viento, los árboles y el olor de las flores, casi vírgenes de luz, uno olvida quién es, olvida su pasado, sus miserias, sus expectativas, y siente, por unos pocos pero valiosos segundos, una total, absoluta armonía con el mundo. Clara llevaba un vestido de girasoles y margaritas, y una sonrisa llena de frescura, de amor, de felicidad; Martín reconocía en ella que, a pesar de los signos inevitables del envejecimiento, su mirada era más diáfana, sus ojos brillaban como nunca antes, su boca, sus dientes, sus gestos, eran de una sensualidad, de una gracia cada vez mayor, como si en ella tomara lugar otra belleza, una más fina, más profunda y silenciosa.
Clara cortó los tomates, la cebolla, la espinaca, agregó poca sal, vinagre de vino y un aceite de oliva artesanal de una amiga de Mendoza. Faltaba todavía aplanar un poco los cortes de tapa de nalga, dividir cincuenta veces dos dientes de ajo, agregar un poco de perejil y pan rallado para el fin tener listo el almuerzo familiar. Luego llevó a su hija mayor a la casa de una amiga, e iría a buscarla pasada la tarde. Al regresar, mientras su novio limpiaba los platos y ordenaba la casa, Clara se dispuso a preparar el agua, la yerba, el mate y la bombilla para cuando llegara Inés, con quien compartía el amor a la puntualidad, para saludarse a las tres en punto, y para que cinco minutos más tarde ya tomaran los primeros mates en la terraza del edificio.
Por su actitud, por su alegría, por su forma de ser, Inés permanecía casi inalterable a los dictámenes del tiempo; era cierto que su piel había envejecido, que asomaban las primeras canas, que unas ínfimas arrugas ya surcaban su rostro, pero eran apenas detalles ocultos en su expresión, llena de vitalidad. A cualquier lugar donde fuera siempre la acompañaban dos expresivos ojos verdes, que daban un tono particular a sus palabras, mayor nobleza a sus sentimientos, más dulzura a sus pasos, a su cabello, a su perfume. Inés se sacó la remera y mostró su cuerpo azul al cielo semidesnudo, al tiempo que Clarita, también en bikini, le pasaba un mate como sólo ella sabía cebar.
A Inés le gustaba hablar, a Clarita escuchar; Inés siempre tenía nuevas experiencias, planes, expectativas, proyectos; Clarita siempre tenía el cuento de la rutina, del trabajo, del colegio, los hijos, preparar la comida, ayudar en la casa; también tenía una visión más madura y maternal de las cosas, sabía dar buenos consejos, entender a las personas, manejar las palabras y los silencios. Inés le comentaba de su trabajo en la universidad, de su anterior trabajo en un colegio secundario: ya estaba cansada de enseñar, de escribir, de investigar, ya quería empezar a trabajar en la inmobiliaria de su tío, y ya quería algo que la motivara, que la mantuviese activa; no le alcanzaba el sueldo, y ya no quería depender de su padre.
El diálogo, en su curso natural, se diluía en la potencia de un sol que las amigas aceptaban con serenidad. Les gustaba sentir el fin del invierno, la inminencia del verano, la luz teñir el color de la piel. Así estuvieron largas horas hasta que Inés, sin poder contenerse, le anunció, al fin, que dos semanas más tarde volaría a Londres. Había aguardado el momento oportuno para dar la noticia a su amiga, pensaba invitarla a comer, pero la impaciencia fue mayor. “Sí, Thomas, el inglés que conocí de vacaciones; sí, hace ya unos cuantos años; sí, nunca perdimos el contacto, hablamos de vez en cuando por Internet; cuando fui a Italia Thom viajó desde Londres a Roma sólo para verme, estuvimos juntos tres días, nunca me olvidé de él, ni él tampoco de mí, todo entre nosotros fue tan, tan hermoso…”
Clarita tenía un recuerdo borroso de Thomas, quien alguna vez había sido mencionado en sus conversaciones. Inés le había hablado de lo bueno, de lo divertido que era, de cómo la hacía olvidarse de todo; junto a él, ella se sentía libre, radiante, feliz; “Thomas es un amor, va a buscarme al aeropuerto, vive solo en un loft en el centro de Londres, donde nos vamos a quedar tres o cuatro días, después vamos a viajar por Inglaterra, Gales, Escocia, va a enseñarme los pueblitos, las tabernas, las ruinas desconocidas, los castillos escondidos, los paisajes, los caminos, los atardeceres...”
El mate comenzaba a lavarse, y ahora Inés lo pedía dulce; bajaron juntas, buscaron la yerba, el edulcorante, volvieron a subir; ya corrían inevitables gotas de sudor por la piel de las mujeres. Clarita tomó el primer mate, que le pasó bien dulce a su amiga. Era una hora alegre, aunque no del todo feliz; el sol ya había alcanzado su cenit y, sólo restaba, ahora, su suave, lenta declinación.
Inés aguardaba ansiosa para irse de Buenos Aires. Estaba aburrida, no sabía qué hacer, ningún trabajo le gustaba; todo, a su manera, le fastidiaba en distintas extensiones; nada llamaba su atención, toda sensación le resultaba repetida; vivía en constante movimiento, y muy pocas veces podía llegar, descansar, permanecer en un lugar, en un amor, en una idea, en un sueño. A menudo, problemas menores, podían cambiarle el humor de todo el día, de la semana, del mes. Se deprimía con facilidad: no quería envejecer, pensaba en todo el tiempo perdido. Clara, por su parte, pensaba en el día a día, en la cuota del colegio, en las expensas del departamento, en el trabajo: su vida era ya demasiado difícil para agregarle problemas imaginarios.
Inés hablaba sobre Thomas, y desde el celular le leía a Clarita los mails que habían intercambiado, le mostraba fotos de él, “es tan lindo, tan bueno”, decía y sonreía, llena de expectativas, de emoción. Inés, espontánea, impulsiva, nunca tenía reparos en hablar de sus viajes, de su vida, de sus cosas, de sus éxitos, sus fracasos, sus frustraciones. Se mostraba tal como era, no podía adecuarse a una interlocutora en particular; Clarita, por su parte, no era envidiosa, se alegraba por la alegría ajena, al tiempo que pensaba que debía ayudar a su hijo en el colegio, en el deseo de que siempre fuera domingo, de que todos los días fueran días de sol.
Ya anochecía en la ciudad, y porque se levantaba viento las amigas buscaron sus remeras y pantalones bajo la inofensiva luz del final de la tarde. Pronto Inés volvería a su departamento, y Clarita seguiría con sus quehaceres domésticos; habían celebrado una suerte de comunión, un momento de afecto, de cariño, de palabras y silencios; Inés, minutos antes del ocaso, cerró sus ojos verdes, y al terminar el último mate, sintió el gusto salvaje, rústico y originario de aquellas hierbas que, para Clarita, eran casi una religión. Inés conocía bien los sufrimientos de su amiga, las privaciones, la soledad, el llanto, la necesidad de fortaleza, de mantenerse inquebrantable en el amor, en los principios; sintió pena por su amiga que, a diferencia de ella, no pudiera viajar, conocer, cuidar su cuerpo, que estuviera atada para siempre a una familia, a un trabajo, a un deber. Inés volvió a confirmar entonces su respeto, su admiración.
Clarita limpió el mate, vació el termo, buscó un abrigo, se despidió de Inés con un beso, luego con un largo abrazo y al fin prometieron verse, antes del viaje, una vez más. Cada una siguió su destino: Inés abrió la puerta de su departamento, encendió las luces, la televisión, se sirvió una copa de vino, se cambió la ropa, se acostó en la cama hasta quedarse dormida; Clarita fue a buscar a su hija; caminó siete cuadras, y antes de tocar el timbre y saludarla pensó en Inés, en los lugares, las vivencias, la gente, la licenciatura, los hombres, las aventuras, las salidas. Lejos de sentir frustración, sintió pena por ella, que tenía que buscar la felicidad a miles de kilómetros de distancia.